Hay un tema que me inquieta, un tema que afecta a algunos músicos, no puedo hablar de porcentajes, pero bastantes. Y en lugar de preocuparme he decidido ocuparme, así que voy a empezar por exponeros el motivo de este artículo.
Cuando era un niño, alguna fuerza desconocida (o quizás mi madre) me empujó al mundo de la música, o mejor dicho, de los estudios musicales. Creo recordar que en aquellos inicios soñaba con ser un gran músico, un solista internacional, trompa solista en alguna orquesta de renombre… ¿Quién no ha soñado con algo así en la niñez? Pero el paso de los años, la falta de motivación, las obligaciones laborales, etc., fueron enterrando estos “delirios de grandeza”, quizá también unas expectativas poco realistas. Ahora me encuentro en otro momento vital totalmente diferente, mi vocación es otra, mi tiempo para triunfar ya pasó y mi experiencia en el mundo de la música ha matizado con crueldad todas estas fantasías. Ahora sé que el mundo de la música es sacrificado, complejo, hermoso, frustrante, competitivo, satisfactorio y exigente, muy exigente… pero esta es mi historia, no la vuestra, la ilustro para que podáis entender un poco mejor el porqué de mi preocupación, que a continuación trataré de explicaros.
Por suerte la música sigue presente en mi vida, en forma de hilo musical en el coche, de escasas horas de estudio en casa, de ensayos o conciertos con bandas (encima y debajo del escenario), asesorando a músicos, etc. por lo que convivo con vosotros, con vuestros éxitos, miedos, preocupaciones, logros y sacrificios. De todas las experiencias vividas en estos últimos 25 años, he extraído algunas regularidades (patrones), la que más me preocupa es veros tocar un instrumento con más miedo que placer, más preocupados en no fallar una nota que en interpretar un pasaje. Creo que la mayoría ya sabéis a qué me refiero.
Me produce tristeza observar que tantos años de conservatorio y horas de estudio os han convertido en grandes ejecutantes y os han alejado de la esencia de la música, de vuestra esencia. Observar que tiene más peso errar una nota, que interpretar un pasaje vacío (sin emoción). Me apena pensar que la presión (interna y externa) es tal que uno se acaba olvidando de qué le llevó a estudiar música, a enamorarse de su instrumento.
Cuando somos niños, hasta cierta edad, lo que piensen de nosotros no nos importa, es más, ni siquiera lo concebimos, después, cuando nuestro cerebro está preparado y la sociedad lo considera oportuno, aprendemos a mirarnos desde el otro. Esto es bueno y necesario, debemos empatizar, socializarnos, etc., pero como tantos otros aprendizajes, si se lleva al extremo o se interioriza sin juicio, nos «desconecta» de nosotros mismos, y esto no es saludable.
Volviendo a la idea principal, llevamos tantos años sometidos a la exigencia de ser los mejores, de no fallar, que nuestro cuerpo y nuestra mente se han vuelto rígidos, insensibles. Es tanto el dolor y la presión, que hemos necesitado anestesiar nuestras emociones para sobrevivir, como el niño al que se le exige que no llore. Me entristece que la voz de los demás haya conseguido silenciar la nuestra, la de nuestro niño (artista por naturaleza) que aún forma parte de nosotros y que aún lucha y necesita mostrarse. Coartar vuestra capacidad para emocionaros, para arriesgar, para disfrutar, es coartar vuestra música. Para mí, un buen músico tiene tanto talento como entrega, todo lo demás son sucedáneos.
“No hay nada más serio que un niño jugando”
Julio Cortázar
Creo que la idea es clara, os animo a recuperar la motivación original, a volver a tocar por placer, sin importar el qué y el cómo. Tomadlo como un experimento, a ver qué sucede, qué pasa con la música, con vuestro cuerpo, pedidle a alguien de confianza (si no es músico, mejor) que os escuche y os dé su opinión. Confiad, tenéis poco que perder y mucho que ganar. Y si necesitáis ayuda o queréis compartir vuestra experiencia, poneos en contacto conmigo, seguro que surge algo interesante…
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