El valor de una mirada

Un tema que se me hace presente con frecuencia es el valor del dinero, el detonante de esta reflexión es dificil de determinar, aunque hay una idea recurrente: nos tranquiliza pensar en que somos seres racionales y tomamos las decisiones a tenor de los factores externos, que pocas veces es la emoción quien determina nuestros movimientos. Me parece un error importante, más teniendo en cuenta que la consecuencia primera es que no somos honestos con nosotros mismos.

Hace ya unos años que los investigadores, especialmente en el ámbito de las neurociencias, vienen demostrando que el procesamiento cognitivo (que entendemos por racional), tiene poco que decir en el proceso de toma de decisiones, la mejor prueba de esto es el auge del neuromarketing, que investiga y aprovecha esta circunstancia para vendernos lo que no necesitamos, pero de algún modo deseamos.

Me parece interesante reflexionar sobre cómo justificamos la inversión de nuestros recursos económicos, cómo nos contamos que un coche de 18.000 euros es necesario y un alimento de 2 euros es caro. En todo este proceso no se puede perder de vista el modelo económico-social predominante, que nos dice que el mercado se autoregula y los precios se ajustan en función de la oferta y la demanda, etc. Los factores culturales que invisibilizan otras formas de gestión de los recursos. Los intereses tras el sistema laboral al que llegamos a vernos sometidos. Asimismo sería un error omitir la responsabilidad de cada individuo, de qué manera justifico que hago lo que puedo y/o lo que quiero.

«Cuando compras, no compras con el dinero, compras con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para ganar ese dinero.» José Mújica

 

¿Qué obtenemos al comprar un reloj caro?

¿Una hora más precisa? Lo dudo, y en todo caso habremos invertido una cantidad enorme de éstas en conseguirlo… Cuando adquirimos determinados bienes, uno de los principales objetivos es la experiencia excitante de los primeros instantes de posesión, una sensación equiparable a la del niño que abre el paquete de cromos, la bolsa de Gusanitos, o el regalo de cumpleaños. La diferencia es la inversión que requiere cada producto y la fantasia de felicidad que acompaña a los adultos como consecuencia del bombardeo informativo al que nos vemos sometidos (hay que detenerse a mirar la publicidad y los modelos del éxito).

El segundo objetivo diría que es alterar la percepción que los demás tienen de nosotros, sentirnos poderosos, interesantes, guapos, en definitiva, sentirnos vistos. Una necesidad primaria, como seres sociales que somos, pero adulterada por la cultura del individualismo, «quiero que me veas, no que nos veamos (o eso creo)». En lugar de tratar de igualarnos al otro y ponernos a su misma altura para poder mirarnos a los ojos, pretendemos estar arriba, para poder mirar con soberbia y seguridad. Pero esto no es posible, partiendo ya del origen de esta necesidad, ya que sin el otro no me siento visto y toda mi película cojea. Resulta demasiado enrevesado para ser cierto, si el otro no me mira no sé quién soy y la forma que conozco de atraer su mirada es desde el orgullo y la vanidad.

Es más sencillo mirarse de tu a tu, sin máscaras, con la confianza de que el otro no nos va a dañar y que necesita los mismo que nosotros, pero mirar así da miedo, casi tanto como placer.

Un primer paso puede ser reconocer que no tenemos el control absoluto de nuestras elecciones. Desde la humildad y sensibilidad también se cometen errores, pero estos nos acercan más a nuestras necesidades reales y por lo tanto a su satisfacción.

Es necesario preguntarse: ¿qué se oculta tras mi ambición o mi necesidad de consumir?